jueves, 21 de junio de 2007

ansiado estío

Chorretones de helado en las mejillas de los niños.
Paellas aderezadas con fina arena de playa.
Estribillos pegadizos en los coches tuneados.
Un bote de After Sun y gordas en bikini.

Chiringuitos con Dj's modernos pinchando música moderna.
Vendedores de helados quemados por el sol.
El sudor como compañero de viaje inseparable.
Un bote de After Sun y gordas en bikini.

Colchonetas hinchables con forma de cocodrilo.
¿Damos un paseo por la orilla?
Una plaga de medusas.
Un bote de After Sun y gordas en bikini.

Patines a pedales.
Bañador fardapaquetes.
Inmigrantes muertos en la orilla.
Un bote de After Sun y gordas en bikini.

Chanclas de dedo.
Programas de verano.
Consejos para evitar el hurto y la insolación.
Un bote de After Sun y gordas en bikini.

Y gordas en bikini, vaciando sus botes de After Sun.

Ya es oficial. Ya es verano. Buenas noches.


"El número de turistas aumenta un 5% respecto al verano pasado" Elpais.com

sábado, 16 de junio de 2007

el espía

Ramón era un viejo paralítico de setenta y ocho años que vivía en casa de su hijo. El único contacto que mantenía con el exterior era a través de la ventana de la habitación que compartía con su nieto desde hacía un par de años. El tiempo que llevaba sin salir. Su hijo trabajaba mucho y nunca tenía tiempo para Ramón. Y su nuera se pasaba el día en misa rogando por los pobres y desvalidos del mundo. El único que le prestaba atención era Manu, su nieto. Tenía once años, era regordete, llevaba gafas de pasta marrón y siempre iba peinado con la raya al lado.

Manu estaba obsesionado con las películas de espías. Cada tarde, después de comer Ramón sentaba a su nieto en las rodillas y le contaba apasionantes historias de espionaje, en las que siempre había una chica a la que entregar un mensaje que salvaría el mundo. Esa chica existía. Se llamaba María, tenía sesenta y nueve años y era viuda. Ramón la había conocido en las fiestas del barrio. Se hicieron novios el segundo día de fiestas. Siempre bromeaban diciendo que a su edad no podían perder el tiempo.

La familia de Ramón nunca aceptó esta relación y tenían prohibido a María visitar a su amado.

Todos los miércoles, María esperaba en la cafetería que había enfrente del edificio donde vivía Ramón, el intercambio de cartas con las que mantenían encendida la llama del amor. Manu era el encargado de llevar a cabo esa misión. Para él, el hecho de que María recibiera puntualmente su carta era un éxito en su carrera para convertirse en espía profesional. Sólo una cosa frenaba su valor: El monstruo que acechaba en la planta baja del edificio.

Manu bajaba las escaleras corriendo. La luz tardaba muy poco en apagarse y entonces la escalera tomaba formas desconocidas para él. Cada vez que se oía el temido “clic” del contador, paraba en seco su descenso y su corazón comenzaba a latir, hasta un punto en el que parecía que se le iba a salir del pecho.

Aquel día la luz se apagó justo en el momento en el que Manu llegaba a la planta baja. Se apoyó en la pared y buscó el interruptor, más que para volver a ver la amarillenta luz de la escalera, lo hizo para poder recuperar la respiración. De repente se entreabrió una puerta y Manu vio asomar al terrible monstruo desfigurado que le amenazaba con su tridente. Pensó que había llegado su hora e intentó rezar como le había enseñado su madre, pero no lo consiguió. En lugar de eso, sintió como algo tiraba de él. Corrió en dirección a la calle, pasando por delante del monstruo sin atreverse a mirarlo. Cuando consiguió pisar la acera se dio cuenta de que había perdido la carta de su abuelo. Tenía una misión que cumplir y no podía echarse atrás. Respiró hondo y volvió a entrar en el inmueble. Buscó la carta con la mirada y la encontró justo en medio del pasillo. Caminó despacio, el aire no le llegaba a los pulmones. Cada vez estaba más cerca del mensaje y más lejos de la calle. Cogió el sobre y se apagó la luz. Manu levantó la vista, despacio, y se encontró a la portera, una mujer vieja, oscura, con la espalda exageradamente encorvada, el pelo sucio y la cara llena de manchas que le daban un aspecto todavía más fantasmagórico. La portera lo miraba fijamente. Manu salió corriendo sin mirar atrás, pensaba que moriría si lo hacía. En el momento que Manu pisó el asfalto y sintió que estaba salvado, un camión entró en la calle marcha atrás. El conductor no vio al niño. Sonó un golpe seco y luego, la oscuridad.

Ramón dejó de escribir cartas de amor. Murió a los pocos meses.

viernes, 15 de junio de 2007

libertad y capitalismo

Un piso, 300.000 €.
Un coche nuevo, 25.000 €.
De Juana Chaos en huelga de hambre, 7.000 € al día.
Comprar un libro en la Fnac, 15 €.
Un menú sencillito, 9 €.
Un paquete de tabaco, casi 3 €.
Un billete de autobús, 1,10 €.
Una barra de pan, 90 céntimos.

Al menos no estoy en la cárcel. Buenas noches.


"La subida de las hipotecas retrae las compras de coches en Galicia" LavozdeGalicia.es

lunes, 11 de junio de 2007

el hacha de guerra

Zapatero y Rajoy están reunidos en la Moncloa para hablar de sus cosas. Luchan con uñas y dientes para quedarse con el trozo más grande de la tarta y, si les sobra tiempo antes de comer, quizás intenten arreglar el mundo.

Mientras yo, sentado en la redacción delante de mi ordenador, intento hacer un chiste gracioso sobre un hombre que vive con un hacha clavada en la cabeza desde hace ocho años. Y me pregunto ¿quién es más importante para el país en este momento, Zapatero, Rajoy o yo? Buenas noches.


"Zapatero y Rajoy se ofrecen apoyo y recuperación de confianza" 20minutos.es

domingo, 10 de junio de 2007

la mejor secuencia de la historia del cine

-¿Por qué mierda tengo que quitar esa secuencia? Es la mejor de todo el guión. Es la mejor secuencia de la historia del cine.
-Estoy de acuerdo. Pero no aporta nada a la película. Se aleja de la historia central. Saca al espectador de la película. En definitiva, despista. Mira, Marcos, el ser humano se forma a base de detalles. Y son esos detalles los que convierten una buena película en una mierda. Te pondré un ejemplo: Imagínate que en Casablanca, Rick tuviera una secuencia en la que le canta una canción de amor a Ilsa, automáticamente habría dejado de ser el tipo mas duro de la historia del cine para pasar a ser otro galán romántico más. Son los detalles, Marcos, los detalles.
-No creo que la gente dejara de ver Casablanca por eso.
-Quizás no. Pero puedes estar seguro que dejaría de estudiarse en todas las escuelas de cine del mundo.

Llego al bar con media hora de retraso. Juan está apurando una caña. Pide otra para él y una para mí.

- ¡Eres un hijo de puta!
- Lo siento, se ha alargado la reunión. Castillo quería quitar la secuencia del perro.
- Pero si está de puta madre.
- Eso le he dicho yo.
- Y qué te ha dicho.
- Qué si no cambio el guión, no produce la peli.
- ¡Qué gilipollas! ¿Y tú qué? ¿Le habrás mandado a la mierda, no?
- Pues claro. Es la mejor secuencia de la historia del cine.
- Con dos cojones.

Chocamos nuestros vasos y bebemos. De un trago. Le hago un gesto al camarero y sirve otras dos cañas. Me enciendo un cigarrillo.

- Oye, dentro de un rato hay una mani, ¿te hace o qué?
- ¿Contra qué mierda es esta vez?
- Yo qué sé. Algo de los animales, o de parquímetros. No me acuerdo. Pero hay que ir en pelotas. Va a ser la hostia.
- ¿En pelotas? Yo paso.
- Habrá un huevo de tías. ¿Sabes lo que eso significa, no?
- Qué paso he dicho.
- Eres un mierda.
- No soy un mierda. Simplemente me parece una gilipollez manifestarse en pelotas. A no ser que te manifiestes para que ir en pelotas sea legal. Paso de estar rodeado de salidos que lo único que quieren es ver tetas y culos.
- Bueno, ¿y qué pasa? ¿Te molesta que te vean el pajarito?
- Sólo digo que no es necesario manifestarse en pelotas. ¿De qué crees que hablará la gente mañana en la oficina? ¿De la causa justa por la que han estado luchando? Y una mierda. De lo único que hablarán será de las tías buenas que había en la mani y de cuantos culos han manoseado con la excusa.
- Pues no voy a vacilar yo nada.
- Es una cuestión de detalles. Si te manifiestas por un empleo digno, lucha por conseguir ese empleo, no despistes al personal con... Bah, déjalo.

Apuro mi caña y me enciendo un cigarrillo. Pienso.

- Pero podemos ir igual, aunque sólo sea a mirar.
- Ve tú, yo tengo que hacer una llamada.

Pago las cañas y salimos del local. Juan se va a la manifestación. Yo busco una cabina y marco el número de Castillo. Salta el contestador. Me voy a casa.

Buenas noches.

"Centenares de ciclistas desnudos se manifiestan en varias ciudades para liberarlas de los coches" El periódico.com


viernes, 8 de junio de 2007

habitación 111

Era el único hotel a la vista. El suelo del parking era de grava y el coche derrapó antes de detenerse. Un gato maulló y corrió a esconderse entre unos cubos de basura repletos de comida putrefacta, sábanas usadas mil y una noches por clientes furtivos en busca de un rincón donde perpetrar sus infidelidades con putas baratas o secretarias ávidas de ascender en la vida. Apagué el motor y busqué mis cigarrillos. Era el último. Un chico salio del hotel y corrió hacia mí. Supuse que era el botones. Su forma de correr, rozando sus rodillas mientras que los pies se separaban casi medio metro el uno del otro, su torpeza manifiesta al recorrer los escasos veinte metros que separaban mi coche de la entrada del hotel, eran indicios de que no había tenido una vida fácil. Quizás un padre alcohólico. Quizás una madre con aires de grandeza, resentida con la vida que le ha tocado vivir. Preñada antes de acabar el instituto y viendo así truncado su maravilloso futuro desfilando por las pasarelas de medio mundo. Quien sabe. La voz del botones, ligeramente gangosa, seguramente por una deficiencia mental, me hizo volver a la realidad.
¿Le ayudo con el equipaje?
No, gracias. Sólo me quedaré una noche.
Como todos.
Dicho esto, se giró y corrió, dejando un reguero de pena a su paso, hasta perderse en el interior del hotel.

Consumí el cigarrillo mirando como el cielo adquiría un tono purpúreo, como la sangre coagulada. Me vi de pie, sudando, una lágrima resbalando por mi mejilla temblorosa, incapaz de reaccionar ante el cuerpo sin vida de Laura tendido en el suelo de la cocina. Un charco de sangre brotaba de su sien izquierda y teñía de rojo el suelo de la cocina, todavía húmedo por una fregona recién pasada.

Entré en el hotel y el botones, de pie detrás del mostrador, hizo sonar la campanilla y esbozó una sincera sonrisa. Firmé en el libro de registros y pagué la habitación por adelantado. Volvió a hacer sonar la campanilla. Subimos por unas escaleras apolilladas, disfrazada por una alfombra que alguna vez fue roja y que ahora tenía un color anaranjado, como si hubieran vomitado en ella todos los borrachos del mundo. El botones se detuvo frente a la habitación 111. Abrió la puerta y me dio la llave. Se quedó allí parado, mirándome, sin mover un músculo. Saqué un par de monedas y las dejé caer en la palma de su mano extendida. Salió corriendo escaleras abajo con aquel vaivén defectuoso. Me caía bien aquel pobre desgraciado.

La habitación era pequeña, sucia, el anticuado papel de las paredes colgaba roído por minúsculos dientes de algún roedor furtivo. El colchón de espuma, indeciso a la hora de adaptarse a forma alguna debido al incesante paso de clientes esporádicos, había decidido coger un poco de cada uno de los cuerpos que en él habían descansado, dormido, fornicado y se había convertido en una amalgama de dunas y valles que hacían muy difícil permanecer más de dos minutos en la misma postura. Un pequeño televisor asomaba por entre las puertas desencajadas de un armario. Me dejé caer en la cama y cerré los ojos. Alguna puta representaba su rutinaria función en la habitación de al lado. Acunado por los gemidos de placer fingido me dormí.

El charco de sangre en el suelo de la cocina avanzaba más y más, con esa fluidez sinuosa con que sólo la sangre sabe moverse. Rodeó mis zapatos negros. Dejé caer el cuchillo y unas gotas de sangre salpicaron mi pantalón. Huí.

Me despertó el monótono sonido de una sirena de policía. Alguien había descubierto el cuerpo de Laura. A través de las cortinas roídas por el tiempo vi como dos coches de la guardia civil y una ambulancia entraban en el parking del hotel a toda velocidad. Uno de los coches chocó contra los cubos de basura repletos de mierda, de comida putrefacta y sábanas acartonadas. El gato se escondió debajo de mi coche. El botones salió al encuentro de los guardias con su sonrisa impertérrita y su vaivén desacompasado. Al pasar por su lado, en cumplimiento del deber, los guardias dejaron tendido en el suelo al pobre chico de un empujón. Ya no sonreía. Pude ver como los ojos se le humedecían y dos lágrimas caían por sus mejillas preguntándose el por qué de tanta hostilidad. Me senté en la cama a esperar. Estaba tranquilo.

¿De verdad quise matar a Laura? ¿Tenía sentido preguntarse por qué lo había hecho? Yo la quería. La quise. La quería. Hasta que no puede más. Los celos me pudieron.
Los pasos de los guardias civiles amortiguados por la alfombra anaranjada hacían crujir la madera apolillada del piso. Se detuvieron delante de la puerta de mi habitación. Me levante despacio y caminé hasta ella. La abrí. Uno de los guardias civiles me apunto con su pistola, en un acto reflejo, directamente a la cabeza. En ese momento, dos enfermeros salían de la habitación de al lado empujando una camilla con el cuerpo inerte de la puta. La sábana que la cubría se impregnaba de sangre a la altura de la cabeza. Dos de los guardias civiles salieron detrás con un hombre en calzoncillos. Otro le leía sus derechos. El hombre iba esposado, llorando, deshecho, hundido. Levantó la cabeza y me miró a los ojos. En su mirada el arrepentimiento dejaba paso al miedo. Miedo a haber errado, a sentirse humano, a ver como su reputación se desvanecería con él en alguna cárcel de mala muerte. Entré en la habitación y cerré la puerta despacio. Me tumbé en el maltratado colchón. Oí las sirenas alejándose. Sólo me quedaba esperar.

lunes, 4 de junio de 2007

todos somos nuestros padres

Me gustaría hablarles de una de las frases más traumáticas que todo ser humano tiene que escuchar al menos una vez en la vida: “A ver si vas pensando en trabajar un poquito ¿no?”.

Hasta ese día eres feliz. Tienes treinta y tantos, vives con tus padres, no tienes novia, aunque tampoco te hace falta porque tienes conexión Adsl. Tampoco tienes coche, ni carnet, pero te da igual porque tus amigos que trabajan si lo tienen y te llevan y te traen. Y encima te envidian porque vives como Dios: “¡Joder, qué suerte, todo el día tirao’ en el sofá!”. Como si fuera fácil aguantar a tu madre todo el día pasando la escoba: “A ver, nene, levanta los pies”; “Espérate un momento que está fregao’”; “No me pongas las manos en los cristales que dejas las huellas”. "Joder, mamá, si ya limpiaste ayer".

Luego llega tu padre, que viene de sufrir un turno de mañana en la fábrica. Y te encuentra tumbado en el sofá, ocupando las cuatro plazas. En una mano el mando de la tele, en la otra una colilla consumida, con la ceniza colgando en forma de media luna y en ese punto en el que si no te mueves todo va bien, pero como se te ocurra respirar la has cagado. Tienes que llamar a tu madre a gritos para que venga a limpira y vuelta a empezar: "Si es que, de verdad, parezco una chacha, todo el día limpiando".

El caso es que a tu padre, ante la evidencia de que te has pasado la mañana tocándote las pelotas, se coloca delante de la tele y te mira desafiante. Tú le miras a él, se crea un silencio tenso. Hasta que le dices “¡Papá que no veo!”. Empiezas a notar como algo se revuelve en su interior, se le desencaja la cara, una especie de babilla espesa aparece en la comisura de sus labios, se le hincha una vena en la frente, se acuerda de algún miembro de su familia, generalmente tu abuela, su madre, y se va. Mientras se aleja por el pasillo su voz se va apagando, lo que no evita que a tus oídos lleguen frases del tipo: “¡Me cago en la madre que me parió!” “¡El niñato de los cojones!” “Me rompo lo cuernos trabajando…”. Estas frases no caen en saco roto, noooo. No puedes escuchar a tu padre decir esas cosas. Tienes que hacer. Es el momento de subir el volumen del televisor.

Durante la comida se nota algo raro en el ambiente. Como tensión. Notas la mirada de tu padre clavada en tu cabeza, siguiendo tus movimientos a la espera de un atisbo de debilidad. Tú no cedes, miras al plato, a la tele, al perro, cuentas cuantos cuadraditos rojos hay en el mantel, luego cuentas los blancos. 510 rojos y 509 blancos. Llega un momento en el que no aguantas más la tensión. Buscas algo para romper el hielo y no se te ocurre nada mejor que preguntarle: “¿Qué tal en el trabajo?”. En ese momento tu padre explota, notas como las palabras suben desde el estómago y salen cargadas de bilis: “Bien, hijo, bien. ¿Y a ti? Ah, no, que tu no trabajas, que tú prefieres que te lo den todo hecho, ¿no? Pues tienes treinta años ya. A ver si vas pensando en trabajar un poquito, ¿no?”. ¡Noooooooooooooooo! Ahí está la frase. Estás perdido.

A partir de ahí, ves los días pasar mientras tú intentas olvidar la maldita frase, pero es imposible. “A ver si vas pensando en trabajar un poquito ¿no?” “A ver si vas pensando en trabajar un poquito ¿no?”. Ya no disfrutas viendo las tertulias mañaneras de los programas del corazón. Parece que tu madre te persiga con la escoba “Nene, los pies” “Nene, los pies”. Las tías en pelotas de Internet ya no te parece que estén tan buenas… Bueno, eso no pasa.

Así que decides buscar trabajo. Como es algo nuevo, empiezas a escuchar palabras de las que nunca antes habías oído hablar. INEM, mercado laboral, departamento de recursos humanos, currículum. Al principio te suenan a chino ¿INEM? ¿Que coño será un INEM? Pero poco a poco descubres, por ejemplo, que el INEM es como ir a terapia, conoces gente que está en tu misma situación, habláis, quedáis para tomar unas cañas… O que el mercado laboral son esas hojas de color rosa que hay en los periódicos y que sirven para envolver las copas en las mudanzas. O que los recursos humanos hasta que no estás trabajando son un mito, nadie que esté en paro ha visto nunca a alguien de recursos humanos de ninguna empresa. O que el currículum sirve para descubrir que en los ordenadores caben más cosas a parte de tías en pelotas.

Después de las primeras treinta o cuarenta entrevistas empiezas a pensar si el curso de programación Basic que hiciste cuando tenías dieciséis años servirá para algo. Lógicamente no. Y eso te hace tener esperanza. Te vuelves a ver tirado en el sofá, fingiendo estar deprimido, sisándole a tu madre el cambio de la compra para tabaco, evitando la mirada de resignación de tu padre, "¡Este niño es inútil!" Sí, papá, soy inútil, pero tengo la espalda sana. Aunque no por mucho tiempo. Al final tu padre consigue que entres en su empresa como aprendiz y tus sueños se van a la mierda. Te toca el turno de noche por lo que dejas de salir con tus amigos y ellos dejan de envidiarte, ahora les das pena "¡Qué putada, el turno de noche es el más jodido!" "¡Tampoco está tan mal!". Empiezas a echar de menos a tu madre pidiéndote que levantes los pies. Con el tiempo, te hacen fijo y comienzas a notar algo en tu interior cambia. Y te asusta. Empiezas a sentir deseos de tener novia y coche y de pasar el fin de semana en el centro comercial. Y cuando consigues tener novia y coche, quieres más, quieres tener hijos. Y acabas teniéndolos. Entonces quieres que trabajen y te ponen de los nervios cuando están más de diez minutos seguidos en el sofá. Y es ahí cuando te das cuenta: te has convertido en tu padre. Menos mal que siempre quedará internet y sus tías en pelotas. Buenas noches.


"Más de la mitad de los jóvenes aguanta hasta los 34 años en casa de sus padres" Elcorreogallego.es

 
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