sábado, 16 de junio de 2007

el espía

Ramón era un viejo paralítico de setenta y ocho años que vivía en casa de su hijo. El único contacto que mantenía con el exterior era a través de la ventana de la habitación que compartía con su nieto desde hacía un par de años. El tiempo que llevaba sin salir. Su hijo trabajaba mucho y nunca tenía tiempo para Ramón. Y su nuera se pasaba el día en misa rogando por los pobres y desvalidos del mundo. El único que le prestaba atención era Manu, su nieto. Tenía once años, era regordete, llevaba gafas de pasta marrón y siempre iba peinado con la raya al lado.

Manu estaba obsesionado con las películas de espías. Cada tarde, después de comer Ramón sentaba a su nieto en las rodillas y le contaba apasionantes historias de espionaje, en las que siempre había una chica a la que entregar un mensaje que salvaría el mundo. Esa chica existía. Se llamaba María, tenía sesenta y nueve años y era viuda. Ramón la había conocido en las fiestas del barrio. Se hicieron novios el segundo día de fiestas. Siempre bromeaban diciendo que a su edad no podían perder el tiempo.

La familia de Ramón nunca aceptó esta relación y tenían prohibido a María visitar a su amado.

Todos los miércoles, María esperaba en la cafetería que había enfrente del edificio donde vivía Ramón, el intercambio de cartas con las que mantenían encendida la llama del amor. Manu era el encargado de llevar a cabo esa misión. Para él, el hecho de que María recibiera puntualmente su carta era un éxito en su carrera para convertirse en espía profesional. Sólo una cosa frenaba su valor: El monstruo que acechaba en la planta baja del edificio.

Manu bajaba las escaleras corriendo. La luz tardaba muy poco en apagarse y entonces la escalera tomaba formas desconocidas para él. Cada vez que se oía el temido “clic” del contador, paraba en seco su descenso y su corazón comenzaba a latir, hasta un punto en el que parecía que se le iba a salir del pecho.

Aquel día la luz se apagó justo en el momento en el que Manu llegaba a la planta baja. Se apoyó en la pared y buscó el interruptor, más que para volver a ver la amarillenta luz de la escalera, lo hizo para poder recuperar la respiración. De repente se entreabrió una puerta y Manu vio asomar al terrible monstruo desfigurado que le amenazaba con su tridente. Pensó que había llegado su hora e intentó rezar como le había enseñado su madre, pero no lo consiguió. En lugar de eso, sintió como algo tiraba de él. Corrió en dirección a la calle, pasando por delante del monstruo sin atreverse a mirarlo. Cuando consiguió pisar la acera se dio cuenta de que había perdido la carta de su abuelo. Tenía una misión que cumplir y no podía echarse atrás. Respiró hondo y volvió a entrar en el inmueble. Buscó la carta con la mirada y la encontró justo en medio del pasillo. Caminó despacio, el aire no le llegaba a los pulmones. Cada vez estaba más cerca del mensaje y más lejos de la calle. Cogió el sobre y se apagó la luz. Manu levantó la vista, despacio, y se encontró a la portera, una mujer vieja, oscura, con la espalda exageradamente encorvada, el pelo sucio y la cara llena de manchas que le daban un aspecto todavía más fantasmagórico. La portera lo miraba fijamente. Manu salió corriendo sin mirar atrás, pensaba que moriría si lo hacía. En el momento que Manu pisó el asfalto y sintió que estaba salvado, un camión entró en la calle marcha atrás. El conductor no vio al niño. Sonó un golpe seco y luego, la oscuridad.

Ramón dejó de escribir cartas de amor. Murió a los pocos meses.

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