domingo, 29 de abril de 2007

felicidades

No podía esperar más. Saltó de la cama y corrió hasta el baño. Abrió el grifo de la ducha y, mientras se calentaba el agua, se lavó los dientes. La ducha fue rápida, no tenía tiempo que perder. Hoy debía ser el día más feliz de su vida. Tardó algo más en desenredarse el pelo. Envidiaba a las mujeres con el pelo liso: salir de la ducha, un cepillado y listo. Se estaba secando el pelo con el secador que le había regalado su madre hace cinco años y que no daba aire caliente desde el verano pasado, cuando escuchó el teléfono. ¿Cuánto tiempo llevaría sonando? Corrió a cogerlo. Era su madre. La felicitó. Laura encajó la felicitación con indiferencia. Era la quinta vez que su madre la felicitaba por su cumpleaños está semana. "¡Ay, hija, tengo un lío en la cabeza!". Ese día acertó. Quedaron en que Laura comería con ella y su novio, un banquero retirado, en ese restaurante de comida exótica que tanto le gusta. Laura colgó, dejando a su madre en mitad de una frase. Lo importante estaba dicho, ¿a qué venía ahora hablar de cosas triviales en un día en el que el teléfono no debía dejar de sonar?

Laura fue a la cocina, envuelta en su albornoz azul. Puso leche a calentar. Cogió su taza favorita y la llenó hasta la mitad de Colacao. Se sentó en una silla a esperar. Estaba nerviosa. No todos los días se cumplen treinta años. Nunca utilizaba el truco de quitarse años cuando estaba con gente más joven que ella. Le gustaba ser la mayor, la que todos debían tomar como ejemplo de mujer hecha a sí misma. Hacía doce años que vivía sola, desde que sus padres se separaron y la obligaron a decidir con quien quería vivir. No le gustaba que le hicieran elegir entre su padre o su madre. Los quería por igual pese haber perdido, justo después de la separación, el contacto con su padre.

La leche empezó a hervir y estuvo a punto de salirse del cazo. Laura echó la leche en el vaso y bebió un sorbo. Estaba demasiado caliente. Fue al dormitorio y se vistió. Unos vaqueros cómodos y una camiseta ajustada a su esbelta figura. Se miró en el espejo. Le hubiera gustado tener algo más de pecho, pero que importaba, gustaba a los hombres igual que sus amigas tetonas, o más. Estaba poniéndose las zapatillas cuando volvió a sonar el teléfono. Atravesó el pasillo corriendo. Era su amiga Nuria, la llamaba desde el trabajo. Era telefonista en una empresa de telefonía móvil, en el departamento de averías y llevaba dos horas trabajando. Se lo repitió a Laura hasta la saciedad. Quedaron para tomar unas cañas a la salida del trabajo, salía a las dos. Laura le contó lo de la comida con su madre y el novio de ésta y quedaron en que ya la llamaría cuando estuviera libre. Nuria era bastante pesada cuando madrugaba. No dejaba de preguntarle que le habían regalado y Laura intentaba convencerla de que todavía nada, que era muy temprano. Al final colgó Laura. Siempre le había costado colgar primero, pero hoy era un día especial.

Se bebió el vaso de leche con Colacao de un trago y volvió a lavarse los dientes. Se puso la cazadora vaquera mientras bajaba los escalones de los cuatro pisos de dos en dos y llegó al portal. Miró el buzón, como hacía siempre. Sacó un par de cartas. Una era del banco, le facilitaban los números para el sorteo de una batería de cocina. La rompió en varios trozos. La otra no traía remitente, sólo su nombre escrito a mano con grandes letras redondeadas. Dentro había una nota: “Felicidades. Restaurante Venecia. A las diez. Un beso”. La nota no iba firmada. ¿Quién sería? El cartero la sacó de su estupefacción cuando entro en el portal. Se saludaron con un movimiento de cabeza. Laura salió a la calle y caminó hasta Sol. Allí compró el periódico, bajó al metro, introdujo el billete en la ranura, atravesó la barrera, recogió el billete y caminó hasta el andén. Sus movimientos eran mecánicos. No podía quitarse de la cabeza quien sería el autor de la nota. Intentó reconocerlo por la letra, pero estaba claro que fuera quien fuese, había cambiado adrede la caligrafía para no ser descubierto. Descartó a sus compañeros de trabajo, ninguno sabía donde vivía, a menos que la hubieran seguido, así que se centró en sus amigos de verdad. Era incapaz de visualizar a ninguno de ellos haciendo algo así, tan... ¿romántico? Llegó el metro. Subió entre empujones y no consiguió sentarse. A su lado un chico ecuatoriano sacó una guitarra y comenzó a tocar la canción de Titanic. Odiaba esa canción y la película, le parecía una historia de amor babosa y sensiblera, así que no le fue difícil volver a sus pensamientos. ¿Marcos? No, era el novio de Nuria, llevaban viviendo juntos dos años y estaban pensando en casarse. Están locos. ¿David? Estaba soltero y Laura se sentía incómoda cada vez que quedaban, por la forma en como la miraba. No, estaba en paro y no tenía dinero para pagar un restaurante como el Venecia, que, aún siendo italiano, costaba una pasta. ¿John? No le importaría, también estaba soltero, pero era demasiado cabeza loca, sólo pensaba en follar, no le importaba ni el físico ni el carácter, “mientras tuviera agujero”. Demasiada inversión para un polvo. El metro llegó a su parada. El chico ecuatoriano había desaparecido. Se sintió mal por no haberle dado nada. Aunque hoy era a ella a quien debían regalarle cosas.

Salió del metro habiendo descartado a todos sus amigos más íntimos y seguía sin poner cara a aquellas frases. Maldita sea.

En clase, sus alumnos la notaron rara, como ida. Les sorprendió que la reprimenda por conjugar mal los verbos fuera un simple “hay que estudiar más”. Con lo era ella con “su Francés”. En la media hora que duró el descanso no paró de sonar el móvil. Ana, que felicidades, Marcos, que no puedes imaginar lo que te hemos comprado. John, que lo sentía pero que no había podido comprarle nada. Su madre, otra vez, que se acordara de la comida que a Pedro, su novio, le hacia mucha ilusión. Un momento, ¿y Pedro? Era el novio de su madre y tenía casi ochenta años, sí, pero seguía siendo un hombre. Las pocas veces que se habían visto Laura se había comportado de forma muy brusca. Hay tíos a los que les da morbo que se lo pongan difícil. Demasiado rebuscado, pero, ¿y si era él? Dejó la pastita salada en la bandeja, al lado de las otras. Hace unos días compró una bandeja de pastas saladas para que sus compañeros no se olvidaran de su cumpleaños cada vez que abrieran la nevera. Se le había revuelto el estómago. De repente se apagaron las luces y empezó a sonar el “Cumpleaños feliz”. Todos coreaban riendo y varios de sus alumnos entraron en la sala de profesores, llevando una tarta con dos velas en forma de número, una era el tres y la otra un cero que empezaba a parecer una “U”. Laura sonrió un poco forzada y besó, uno por uno, a todos, alumnos y compañeros. Acabó el descanso y todo volvió a la normalidad. Todo menos Laura que seguía intentando descubrir quien era el admirador secreto. ¿Admirador? A lo mejor era todo lo contrario. A lo mejor se trataba de una broma. Seguro. Nuria, que tanto la hostigó con que si le habían regalado algo. Se disculpó ante sus alumnos y fue al baño de la escuela. Llamó a Nuria y está le juro por lo más sagrado que no sabía nada. Siempre juraba por lo más sagrado, pero nunca decía que era eso tan sagrado. Laura no quería creerla, deseaba que Nuria le dijera que sí, que era una broma que le habían preparado entre todos y que cuando llegara al restaurante se encontraría con sus amigos y con un montón de regalos que irían sacando, poco a poco, los camareros del Venecia. Pero no fue así, Nuria insistía en que no sabía nada de una carta anónima y en que le parecía súper romántico que todavía hubiera tíos así en el mundo. ¿Así cómo? Laura estaba al borde de un ataque de ansiedad. Le gustaban las sorpresas pero cuando sabía quien las preparaba.

Decidió que no iría al restaurante esa noche, se quedaría en casa, quedaría con sus amigos para celebrarlo por ahí, en cualquier bar, en la Latina o en Lavapiés, daba igual el sitio. Lo importante era no pensar más en la nota. La maldita nota. Llamó a su madre y le dijo que no podía ir a comer, que había surgido algo en la escuela y no tendría tiempo. Su madre no se lo reprochó, estaba demasiado ocupada insultando a la peluquera cada vez que le daba un tirón. Comió sola, en la sala de profesores y se dejó la mitad de una sabrosa ensalada del Vips. La tarde pasó tranquila, parecía que nadie se acordaba ya del día tan especial que era. Ni siquiera ella misma.

El viaje de vuelta a casa fue bastante tranquilo. El metro iba casi vacío, Laura se sentó y pudo sacar el libro que llevaba en el bolso desde febrero. Le faltaban unas cincuenta páginas por leer, pero no conseguía meterse en la historia. Leyó unas dos páginas. No podía quitarse de la cabeza la nota. Volvió a leerla y, cuando bajó del metro, la tiró en la vía y esperó a que el metro la destrozara con sus ruedas.

Encendió todas las luces del apartamento, conforme iba pasando al lado de los interruptores. Si el admirador, o lo que fuera, sabía su dirección, bien podría haber entrado y estar sentado tranquilamente en el sofá, bebiendo una copa del coñac que le trajo Nuria de su viaje a Santo Domingo. O viendo cualquiera de sus dvd’s. O simplemente mirando hacia la puerta del salón, esperando que Laura apareciera para lanzarse encima y violarla, tapándole la boca para que nadie pudiera oír sus gritos de terror. Tenía que dejar de ver los informativos de Antena 3, demasiado sensacionalistas. Por suerte no había nadie en casa. Faltaban tres horas para las diez, todos sus amigos estaban trabajando, menos Nuria, pero recordó que esta mañana, entre bostezo y bostezo le había dicho que tenía que cuidar de su sobrino mientras su hermana iba al ginecólogo porque creía que volvía a estar embarazada. Así que se dio una ducha, se puso ropa cómoda y se sentó delante de la tele. Nada interesante, fue de un canal a otro sin encontrar ningún programa que le hiciera sentir ganas de perder algo de tiempo. Apagó la tele y cogió el cada vez menos interesante libro. No llegó a abrirlo, lo dejó encima de la mesita, miró la portada durante un rato y descubrió porque lo había comprado, la foto de una mujer de espaldas a la cámara, sentada en la blanca arena de unas de esas paradisíacas playas del caribe iluminada por el sol que se pone en el horizonte. Aquella portada la había cautivado de tal forma que no le importó pagar los casi treinta euros que costaba aquel bodrio. Cerró los ojos y por un momento se imaginó en aquella playa, sola, escuchando el viento mover las hojas de las palmeras inclinadas, el rumor de las olas y la espuma rozándole los dedos de los pies hacia que una extraña sensación de tranquilidad le recorriera el cuerpo y se olvidara de todo, de todos. El ruido del teléfono la devolvió a la realidad. Era su madre, le echó la bronca por no haber ido a comer. Laura tuvo que repetirle la historia del incidente en la escuela. Improvisó, le contó que uno de los alumnos había esnifado tiza y lo habían tenido que llevar al hospital. Su madre le dio un discurso sobre lo mal que estaba la juventud y que si esa generación tenían que ser los gobernantes del futuro, ella preferiría estar muerta cuando llegase el momento. Cuando su madre se cansó de hablar colgó el teléfono casi sin despedirse. Laura volvió a tumbarse en el sofá, cerró los ojos y pensó en la playa, pero ahora estaba rodeada de niñatos pastilleros que se movían compulsivamente al compás de un tema de reggaeton. Sin darse cuenta se durmió y soñó que estaba en el restaurante Venecia, su acompañante era un hombre joven, moreno, guapo, que la hacia reír a cada momento. Luego se vio saliendo del restaurante, subida en un enorme coche de lujo, atravesando la ciudad a toda velocidad y llegando a la puerta de una enorme casa y allí hacían el amor durante toda la noche, sintiéndose, amándose, deseando que no acabara nunca aquel momento. Se despertó despacio, de repente se encontraba más relajada, abrió la botella de coñac de Nuria y se sirvió una copa. Mientras apuraba el vaso decidió que iría al restaurante. Pero llegaría antes de las diez y esperaría escondida en algún sitio para comprobar que el admirador era como lo había soñado. Si le defraudaba no pasaba nada, volvería a casa, llamaría a sus amigos y a disfrutar.

Tenía que darse prisa, faltaba menos de media hora para las diez. Se vistió rápido, un vestido de noche, negro, hasta los tobillos y una chaqueta negra de piel. Salió de casa y bajó las escaleras corriendo, con cuidado de no torcerse un tobillo porque le fallaran los tacones de aguja que estaban de moda esa temporada. Llegó al restaurante a menos diez. Por suerte estaba muy cerca de su casa. Esperó en la acera de enfrente, detrás de una furgoneta de reparto. El portero saludaba quitándose el sombrero a las parejas que entraban o salían del local. Entonces apareció. Tal y como ella lo había soñado. Eran las diez y cuarto, llegaba tarde pero no importaba. Allí estaba, ni alto ni bajo, moreno, las facciones de la cara angulosas pero sin exagerar. Vestía elegante pero informal, en el buen sentido. Pantalones y camisa negros, una cazadora tres cuartos de cuero y zapatos limpios. Laura vio como hablaba con el portero, que negó varias veces. El admirador encendió un cigarro; vaya, no podía ser perfecto. No le importaba. Laura se disponía a salir de su escondite, cuando vio que su admirador sonreía. ¿Por qué? Una chica rubia, despampanante se acercó a él y se besaron. Entraron al restaurante. Laura no entendía nada. Estaba indignada. ¿Qué estaba pasando? ¿Había soñado con el hombre de otra? ¿O, acaso, esa mujer se había adueñado de su sueño y le había quitado al hombre de su vida? Le entraron ganas de llorar, y lloró, pero no por sentirse despechada, sino por el tacón que se le rompió al bajar la acera y que hizo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo, quedando sentada en una extraña posición. Una pierna debajo del culo y la otra con el tacón intacto completamente estirada hacia la izquierda. Intentó levantarse, pero el dolor que sentía en el tobillo se lo impidió. Entonces oyó su voz. Una voz grabe, pero agradable, vocalizando perfectamente cada sonido que emitía. Le pregunto si necesitaba ayuda. La pregunta no era muy inteligente, si tenemos en cuenta que estaba en el suelo, llorando, sosteniendo un tacón con una mano y masajeándose el tobillo con la otra. Juan la ayudó a levantarse, cogiéndola por las axilas. ¿Se había depilado? Sí, menos mal. Una vez de pie pudo verlo bien. No era ni mucho menos el protagonista de su sueño, pero era moreno, eso ya era algo. Laura se mostró agradecida cuando Juan le propuso acompañarla hasta casa. En los escasos doscientos metros que separaban el restaurante del apartamento de Laura, no pararon de reír, reconstruyendo el accidente de ella y contando él otros, seguramente inventados, pero que sirvieron para que Laura se sintiera menos ridícula de lo que se sentía. En el portal Laura le dio las gracias por quinta vez desde que Juan la ayudara a levantarse. Juan le preguntó a que se debía ese vestido y Laura le dijo que era su cumpleaños y que le gustaba vestirse así en las fechas señaladas. Volvieron a reír. Se despidieron y Laura entró en el edificio. Juan evitó que se cerrara la puerta y, casi sin respirar, invitó a Laura a cenar. Tenía mesa reservada en el Venecia, pero su pareja no se había presentado. Laura subió a cambiarse y en menos de un cuarto de hora estaban pidiendo los primeros. En los postres y con una botella de vino acabada, Laura le dijo a Juan que su cara le era familiar. Juan le preguntó si había comprado algún libro en una pequeña librería de la calle Hortaleza. Laura le digo que sí, pero que era muy malo. Igual de eso te suena, trabajo allí.

Laura nunca supo si Juan había sido el autor de la nota. Había reservado algún libro en aquella librería y tenían su dirección.

No volvieron a verse después de esa noche. Juan murió al día siguiente en un incendio que acabó con la pequeña librería de la calle Hortaleza.

Ha pasado casi un año. Faltan menos de quince días para que Laura vuelva a cumplir años y sigue soñando con su isla. A veces, de entre las palmeras sale un hombre maravilloso que la hace feliz. Muchas veces ese hombre es Juan.

domingo, 15 de abril de 2007

mi trocito de terrno edificable

¡Ay, mi trocito de terreno edificable, cómo te echo de menos!

Empezaste siendo un simple solar y así deberías haber seguido. Cuando viste nacer tu primer hierbajo viste también aparecer al primer ser humano. Era un hombre joven, con aspiraciones en la vida y según él, poseedor de una gran visión para los negocios. Su larga melena sucia y llena de bichos y sus andrajosas vestiduras delataban el enorme éxito que había cosechado. Portaba consigo una maravillosa tienda de campaña para dos personas, marca Mackinley. La plantó al lado del hierbajo, esperando que aquel símbolo de la fertilidad diera su fruto y dedicarse así a la agricultura de secano.

Pasaron los años, un total de veintisiete, y el pobre hierbajo, aún esforzándose hasta sudar sabia, no consiguió más que hacer brotar una triste florecilla que marchitó al pasar la primavera. Fue entonces cuando aquel hombre viejo, antes joven, empezó a pensar que lo de la agricultura de secano tampoco iba a funcionar. Y decidió suicidarse.

Estaba a punto de quitarse la vida ingiriendo el letal veneno que había extraído de sus largas y poderosas uñas de los pies cuando apareció, como caída del cielo, una hermosa mujer. Se trataba de la famosa Mary Ann Pickfort, paracaidista desaparecida hacía quince años, cuando trataba de batir el récord del mundo de caída libre. El hombre viejo, antes joven, la miró, la reconoció y tuvieron un hijo al que pusieron de nombre Guiness.

Cuando Guiness cumplió doce años, se dieron cuenta del gran problema con el que se enfrentaban. La tienda se les había quedado pequeña. Ya no podían dormir sin que los pies de uno o de otro entraran sin permiso en las fosas nasales de otro o de uno. Así que el hombre viejo, antes joven, decidió comprar una tienda más grande. Sacó su melena del armario y emprendió un largo y agotador viaje hacía el almacén de tiendas de campaña marca Mackinley. Tamaña fue su sorpresa al llegar al almacén y verlo cerrado, que sólo fue capaz de articular cinco palabras: “¡Pues también es mala suerte!”.

Durante el camino de vuelta, el hombre viejo, antes joven, conoció al ex dueño del almacén de tiendas de campaña marca Mackinley, que hacía autostop apoyado en un pino. Los dos hombres hicieron el resto del camino juntos y entre ellos surgió una gran amistad que duraría ya para toda la eternidad.

La familia adoptó al ex dueño del almacén como a uno más de la familia. Y éste se adaptó a la perfección. Un ejemplo: Nunca se enfadó por tener que dormir a la intemperie en plena época de lluvias. Una noche de tormenta un rayo impactó contra la frente del ex dueño del almacén, separándole para siempre de su engominado tupé. Y fue en ese preciso momento cuando se le ocurrió la mejor idea, por no decir la única, de toda su vida. Despertó al hombre viejo, antes joven, con cuidado de no molestar a su bien avenida familia y le explicó su fantástica idea. Pasaron toda la noche hablando sin parar y cuando el Sol empezaba a asomar por el Oeste llegaron a un acuerdo.

Se pusieron manos a la obra y en menos de dos días el ex dueño del almacén pudo ver su idea hecha realidad: ¡¡Una casa unifamiliar con piscina y caseta para el perro, calefacción central, cuatro plantas, un ascensor para subir y otro para bajar, solarium, invernadero y todos los lavabos, uno en cada planta, alicatados con cerámica de la cara y equipados con grifos marca Roca. Agua caliente y fría veinticuatro horas al día!!

Guiness, por su parte, siguió creciendo y un buen día se alistó en el ejército. El hierbajo había florecido de nuevo y la brisa lo mecía de tal forma que parecía despedirse del muchacho.
Al llegar al cuartel no tuvo tiempo ni de deshacer su petate. El país había decidido participar en la “Guerra de los 7 días”. Tras cuatro años de batallas, aburrido como una ostra, Guiness volvió a casa. Y se trajo con él a la 3ª compañía de zapadores: un grupo de hombres jóvenes y fuertes, aunque con menos de dos dedos de frente. Lo típico en las milicias del mundo entero.

Sin pensarlo dos veces el hombre viejo, antes joven, y el ex dueño del almacén se pusieron a construir más viviendas. En un mes habían inaugurado tres calles: Calle Mackinley, en homenaje al ex dueño del almacén, Calle Mary Ann Pickfort, por la paracaidista, otra vez embarazada y Calle Hierbajo, sobran los comentarios. Los militares, ávidos de sexo, se fueron de vacaciones a la costa y volvieron todos emparejados, algunos entre ellos. En un año se construyeron cien calles, con aceras, edificios, carnicerías, droguerías, colmados, fruterías, corseterías, farmacias, árboles de hoja caduca y barrenderos, necesarios para limpiar las hojas que abarrotaban las calles y que no dejaban pasar a los cada vez más numerosos carritos de bebé que circulaban a la hora de la siesta.

En dos años, tres meses y once días, aquel trocito de terreno edificable podía presumir de ser el único trocito de terreno edificable de todo el estado que tenía tres salidas de la autopista para el solo.

Ahora han puesto un centro comercial en las afueras y todos las carnicerías, droguerías, colmados, fruterías, corseterías y farmacias están desapareciendo poco a poco, o mejor dicho, mucho a mucho. No tardarán en desaparecer también los ex dueños de las carnicerías, droguerías, colmados… Los carritos de bebés, los barrenderos, las calles, los edificios. Sólo el centro comercial permanecerá, rodeado de un GRAN trozo de terreno edificable…Que supongo utilizarán para construir un fabuloso parking privado.

¡Ay, mi trocito de terreno edificable, cómo te echo de menos!

sábado, 7 de abril de 2007

telebasura

"Veo Gran Hermano". La gente enmudece. El ambiente se espesa de tal manera que corta la leche del capuccino especial de la casa que está preparando el camarero argentino, aspirante a actor y antítesis del camarero de toda la vida. Éste no escucha, sólo habla. Alguien se desmaya después de soltar un agudo y ridículo gritito.

Paco me mira con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas: "Pero ¿qué dices?" "Que veo Gran Hermano". Un vaso se hace añicos contra el suelo. "Y además me gusta, ¿qué pasa?". Otro vaso se rompe, ésta vez contra mi nuca.

Mientas caigo puedo ver como todos los clientes de aquel café se lanzan contra mí. Algunos llevan cuchillos, otros copas, sillas, los menos se bastan con sus puños apretados. Pero en todos, a pesar de sus ojos miopes escondidos tras enormes gafas de pasta, se descubre un odio igual al que sientes cuando te quitan el aparcamiento enfrente de casa.

Los golpes caen sobre mi cuerpo sin piedad, rompiendo huesos, rasgando la ropa y cortando la carne. Intento escapar, pero me encuentro totalmente envuelto por el demonio de la tele de calidad. Opto por no mover ni un músculo. Un manto de sangre empaña mis ojos. Poco a poco los voy cerrando, esperando el inevitable final.

Los golpes no cesan hasta que uno de los "justicieros contra la tele basura", en plena exaltación homicida grita: "¡Ponedle la pierna encima para que no levante cabeza!". La cucharilla con la que intentan sacarme uno de los dos ojos de mi cara deja de hacer presión. Abro el otro, el menos dañado y puedo ver como aquel individuo es sodomizado por una enorme lámpara de papel "made in Ikea".

Vuelvo a cerrar los ojos y me pregunto ¿cómo saben ellos, fanáticos de La2, que esa inocente frase pertenece a la crême de la crême de la tele basura? Buenas noches.


"Paul Mc Cartney arremete contra Gran Hermano, tildándolo de celebración de la mediocridad" 20minutos.es

viernes, 6 de abril de 2007

semana santa

Estamos en el centro de Sevilla. Es jueves Santo y el ruido ensordecedor de las cornetas y los tambores enmudece cualquier otro sonido. Vemos los pies de hombres y mujeres descalzos, atados con cadenas arrastrándose. Las fustas golpean contra espaldas ensangrentadas. Gotas de cera ardiendo se secan sobre el asfalto. La parte de arriba de una cruz se tambalea, despacio, de izquierda a derecha. Se celebra el Jueves Santo.

La música para de golpe. Una figurante con frase se arranca con una saeta.

Vemos un plano general de la calle. Cientos de extras agolpados en las aceras. Otros ocupan la calzada vestidos de nazarenos, con sotanas de color morado y capirotes del mismo color. Nadie se mueve. El sonido de la saeta invade el ambiente.

Acaba la saeta y la gente aplaude.

El capataz da la orden y los costaleros levantan la imagen del Cristo. Vuelven a tronar las cornetas y los tambores. La imagen comienza a moverse despacio. El ruido de las cadenas se mezcla con los gemidos de dolor de los costaleros y los “vivas” lanzados por los figurantes. Varios extras lloran al paso de la imagen. Una niña de cinco años se abre paso entre la multitud hasta colocarse en primera fila. Una mujer, vestida de luto y con mantilla, se desmaya y es atendida por los servicios sanitarios.

De repente la imagen se desquilibra. Un grito ahogado deja paso al silencio.

A través de los respiraderos de la imagen oímos el aliento entrecortado de uno de los costaleros. Un momento después un grito inunda la calle: ¡¡Goooool!!

El Sevilla acaba de empatar el partido contra el Tottenham. Buenas noches.

"La Macarena y el Gran Poder se topan con la UEFA en Sevilla" 20minutos.es

 
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