viernes, 8 de junio de 2007

habitación 111

Era el único hotel a la vista. El suelo del parking era de grava y el coche derrapó antes de detenerse. Un gato maulló y corrió a esconderse entre unos cubos de basura repletos de comida putrefacta, sábanas usadas mil y una noches por clientes furtivos en busca de un rincón donde perpetrar sus infidelidades con putas baratas o secretarias ávidas de ascender en la vida. Apagué el motor y busqué mis cigarrillos. Era el último. Un chico salio del hotel y corrió hacia mí. Supuse que era el botones. Su forma de correr, rozando sus rodillas mientras que los pies se separaban casi medio metro el uno del otro, su torpeza manifiesta al recorrer los escasos veinte metros que separaban mi coche de la entrada del hotel, eran indicios de que no había tenido una vida fácil. Quizás un padre alcohólico. Quizás una madre con aires de grandeza, resentida con la vida que le ha tocado vivir. Preñada antes de acabar el instituto y viendo así truncado su maravilloso futuro desfilando por las pasarelas de medio mundo. Quien sabe. La voz del botones, ligeramente gangosa, seguramente por una deficiencia mental, me hizo volver a la realidad.
¿Le ayudo con el equipaje?
No, gracias. Sólo me quedaré una noche.
Como todos.
Dicho esto, se giró y corrió, dejando un reguero de pena a su paso, hasta perderse en el interior del hotel.

Consumí el cigarrillo mirando como el cielo adquiría un tono purpúreo, como la sangre coagulada. Me vi de pie, sudando, una lágrima resbalando por mi mejilla temblorosa, incapaz de reaccionar ante el cuerpo sin vida de Laura tendido en el suelo de la cocina. Un charco de sangre brotaba de su sien izquierda y teñía de rojo el suelo de la cocina, todavía húmedo por una fregona recién pasada.

Entré en el hotel y el botones, de pie detrás del mostrador, hizo sonar la campanilla y esbozó una sincera sonrisa. Firmé en el libro de registros y pagué la habitación por adelantado. Volvió a hacer sonar la campanilla. Subimos por unas escaleras apolilladas, disfrazada por una alfombra que alguna vez fue roja y que ahora tenía un color anaranjado, como si hubieran vomitado en ella todos los borrachos del mundo. El botones se detuvo frente a la habitación 111. Abrió la puerta y me dio la llave. Se quedó allí parado, mirándome, sin mover un músculo. Saqué un par de monedas y las dejé caer en la palma de su mano extendida. Salió corriendo escaleras abajo con aquel vaivén defectuoso. Me caía bien aquel pobre desgraciado.

La habitación era pequeña, sucia, el anticuado papel de las paredes colgaba roído por minúsculos dientes de algún roedor furtivo. El colchón de espuma, indeciso a la hora de adaptarse a forma alguna debido al incesante paso de clientes esporádicos, había decidido coger un poco de cada uno de los cuerpos que en él habían descansado, dormido, fornicado y se había convertido en una amalgama de dunas y valles que hacían muy difícil permanecer más de dos minutos en la misma postura. Un pequeño televisor asomaba por entre las puertas desencajadas de un armario. Me dejé caer en la cama y cerré los ojos. Alguna puta representaba su rutinaria función en la habitación de al lado. Acunado por los gemidos de placer fingido me dormí.

El charco de sangre en el suelo de la cocina avanzaba más y más, con esa fluidez sinuosa con que sólo la sangre sabe moverse. Rodeó mis zapatos negros. Dejé caer el cuchillo y unas gotas de sangre salpicaron mi pantalón. Huí.

Me despertó el monótono sonido de una sirena de policía. Alguien había descubierto el cuerpo de Laura. A través de las cortinas roídas por el tiempo vi como dos coches de la guardia civil y una ambulancia entraban en el parking del hotel a toda velocidad. Uno de los coches chocó contra los cubos de basura repletos de mierda, de comida putrefacta y sábanas acartonadas. El gato se escondió debajo de mi coche. El botones salió al encuentro de los guardias con su sonrisa impertérrita y su vaivén desacompasado. Al pasar por su lado, en cumplimiento del deber, los guardias dejaron tendido en el suelo al pobre chico de un empujón. Ya no sonreía. Pude ver como los ojos se le humedecían y dos lágrimas caían por sus mejillas preguntándose el por qué de tanta hostilidad. Me senté en la cama a esperar. Estaba tranquilo.

¿De verdad quise matar a Laura? ¿Tenía sentido preguntarse por qué lo había hecho? Yo la quería. La quise. La quería. Hasta que no puede más. Los celos me pudieron.
Los pasos de los guardias civiles amortiguados por la alfombra anaranjada hacían crujir la madera apolillada del piso. Se detuvieron delante de la puerta de mi habitación. Me levante despacio y caminé hasta ella. La abrí. Uno de los guardias civiles me apunto con su pistola, en un acto reflejo, directamente a la cabeza. En ese momento, dos enfermeros salían de la habitación de al lado empujando una camilla con el cuerpo inerte de la puta. La sábana que la cubría se impregnaba de sangre a la altura de la cabeza. Dos de los guardias civiles salieron detrás con un hombre en calzoncillos. Otro le leía sus derechos. El hombre iba esposado, llorando, deshecho, hundido. Levantó la cabeza y me miró a los ojos. En su mirada el arrepentimiento dejaba paso al miedo. Miedo a haber errado, a sentirse humano, a ver como su reputación se desvanecería con él en alguna cárcel de mala muerte. Entré en la habitación y cerré la puerta despacio. Me tumbé en el maltratado colchón. Oí las sirenas alejándose. Sólo me quedaba esperar.

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